A sus primeros días de nacida, nos daba terror el baño. Pensábamos que esa cosita tan frágil se nos podía caer o le podía caer agua en un oído (y le cayó agua y le dio una ligera otitis. Un paseo a la otorrino, nada serio). Pasamos como una semana limpiándola con pañito húmedo hasta que nos atrevimos a usar la ponchera. Yo había comprado una pequeña y una mediana, redondas de esas que venden en las tiendas de potes plásticos. Usábamos la pequeña que poníamos en el lavamanos. M era pequeñita. Llénabamos un termo de unos 10 litros de agua filtrada y calentábamos una olla de agua también filtrada para entibiarla. Hasta aquí, todo bien. La locura se desataba cuando poníamos a M en esa ponchera. Lloraba como si la estuviéramos desollando viva. No había manera. Esa bebita recién nacida comenzó a mostrar sus capacidades vocales desde muy temprano. A veces hacía lo que bautizamos como el troll: cerraba los ojos, apretaba la boca y se ponía rígida, al mismo tiempo que hacía un sonido de ultratumba. Su cara se ponía morada. Era el clímax de su rabia. De más está decir que esto nos helaba la sangre y de inmediato interrumpíamos el baño.
Nos fuimos a la ducha cuando M tenía unos 7 u 8 meses. Primero, nos mudamos con la bañera. Ya no usábamos el agua filtrada. Confiamos en que el sistema inmunitario de M estuviera lo suficientemente desarrollado para aguantar el agua tal como la envía Hidrocapital y afortunadamente fue así. Llenábamos la bañera con agua directo de la regadera. Cuando tienes tensión crónica en toda la espalda y cuello, no tener que estar cargando agua de la cocina al baño es una pequeña gran noticia.