De este lado del mundo, a la gente le gusta manosear y si es a los bebés de desconocidos, pues mejor. Ya estábamos preparados desde el embarazo. Salíamos y Cirene no podía distraerse un segundo porque de la nada aparecía una vieja a sobarle la barriga.
Nosotros respetamos la cuarentena postnatal y un poquito más. Cuando nació M, incluso enviamos una comunicación a la familia sobre el momento en que comenzaríamos a recibir visitas. Mi mamá y mi hermana nos visitaron a la semana y la familia extensiva al mes o un poco más.
Al principio, nos valíamos de las manoplas. Preferíamos escuchar las opiniones sobre cómo las manoplas limitaban la experiencia sensorial de la bebé a tener que decirle a la gente que no le tocara las manitos. Pero pronto M aprendió a quitárselas.
Una de las muchas ventajas del fular es que limita enormemente la manoseadera. Las manitos y los cachetes quedan resguardados, aunque los más perseverantes aunque sea un pie le agarran.
Una vez, M tendría unos cuatro meses, estábamos visitando a unos amigos y uno de ellos quiso saludarla agarrándole una manito. El pobre debe haber quedado traumatizado con el grito que pegó Cir: ¡No le toques las manos! ¡A los bebés no se le tocan las manos porque ellos se las llevan a la boca!
Desde ahí, decidimos cargar siempre un potecito de gel antibacterial. Quienes quisieran interactuar con M debían poner las manos para que Cir les sirviera gel para limpiarse. Algunos se notaban ofendidos y otros aceptaban la condición sin problemas.
Hoy, seguimos con esta práctica pero de manera más relajada. A estas alturas, M se lleva de todo a la boca. Así que estamos aplicando antibacterial a todos y a todo a discreción.
Es posible que estemos exagerando pero hasta ahora no hemos tenido que lidiar con resfriados, ni virosis. Una bebé es suficiente angustia, no quiero imaginar una bebé enfermita.
Jesús
Foto: @ElOtroFotógrafo